El espejo o la mala suerte del número 7

¿Quieres que te cuente un cuento recuento?

No podía permitirse tener 7 años de mala suerte, al menos, ahora no, estando embarazada de 7 meses, de su séptimo hijo, y precisamente haciendo 7 días que le habían comunicado la posible muerte de su marido en la guerra del Norte.
Debía ir con sumo cuidado: el espejo de la señora se estaba resquebrajando, y tal y como la hacía limpiarlo (cada día, con vinagre del puro, sin ni siquiera rebajarlo con un poco de agua, y apretando bien el vidrio para que estuviese totalmente impoluto), en menos de 7 días, justamente una semana, seguro que la luna del espejo estaría totalmente rasgada y ¿Quién iba a cargar con la culpa? ella, que era la encargada de la limpieza del palacio de los marqueses. 
Corría el rumor de que realmente, la rotura de un espejo no es que trajese mala suerte al que lo rompía, sino que simplemente se contaba esto, entre otras historias, creencias y supersticiones porque era una manera de hacer que los criados tuviesen cuidado a la hora de limpiarlos, pues la amenaza de tener que pagarlos ellos con su mísero sueldo, era demasiado costosa como para ponerla en entredicho, y muy bien podían pasarse 7 años de su vida pagando semejante deuda. Pocos podían permitirse el entonces estúpido lujo de ver su figura reflejada en ese extraño e inservible objeto.
Tocando las 7’00 horas de aquella mañana de invierno del séptimo día de la semana, Petra, no se sentía bien, los punzantes pinchazos en la barriga la estaban matando. Subió con dificultad por la larga escalera que separaba la estancia principal de las habitaciones de los señores marqueses.
Abrió la puerta de la habitación donde se hallaba el enorme espejo apoyado en sus recios soportes; decidida, (aunque como siempre temerosa por si lo rompía) se dispuso a empezar su tarea enseguida, pues la señora le tenía dicho y redicho que era lo primero que debía limpiar: tenía que estar perfectamente impecable para cuando ella se levantase a comprobar que realmente su sueño había sido reparador, y que lucía un rostro sin ojeras, y una piel tersa, todavía sin ningún vestigio visible del demoledor e implacable paso de los años (tenía que seguir mintiéndole el máximo tiempo posible); después del desayuno, la marquesa gustaba de perder un par de horas en el absurdo y repetitivo ejercicio de probarse frente a él, y (buscando su consabida e innegable aprobación) sus cuatro regios y encorsetados vestidos, prestos para cualquier baile, cualquier recepción o semejante ocasión que se presentase.
Petra se sintió mal de nuevo al entrar en el cuarto, únicamente iluminado por la tenue luz del sol que empezaba a hacerse paso en la mañana, entre la separación de las gruesas cortinas de terciopelo granate, reflejándose en el enorme espejo que vigilaba la estancia. Con un gesto de profundo malestar, se llevó la mano con la que sujetaba la jarra llena de vinagre a la barriga, como en un intento de frenar el ahora incesante punzante dolor. 
Unas gotas de vinagre cayeron sobre la estupenda alfombra de seda persa, pero no creyó que importara demasiado (después la limpiaría con un paño húmedo) ; ahora su prioridad era él: lo limpiaría rápidamente como siempre hacía, sacaría un poco el polvo y saldría de aquella habitación lo antes posible. Se le acercó «bayeta y jarra en mano» y de pronto sintió otra contracción, esta vez tan fuerte, que la hizo apoyarse bruscamente contra el espejo y dejarse caer sobre él casi sin sentido. El vidrio emitió entonces un pequeño chasquido y casi inmediatamente, se rasgó de arriba a abajo, rompiéndose en mil pedazos y cayendo sobre el cuerpo de Petra, que se vio en el suelo cubierta no solo de su propia sangre, sino de la de su bebé, que había venido al mundo justo a los siete meses de concebirlo, ávido y escapándose del cuerpo de su madre como si fuera un escurridizo pez. 
Petra no pensó en su hijo, ni siquiera en el dolor que aún sentía, únicamente podía pensar en la reacción que tendría la marquesa cuando la viese allí tirada, sin trabajar, habiendo dado a la luz sin avisar, manchando con su sangre la maravillosa alfombra de seda persa y gravemente herida por los miles de pedazos de cuchillos en los que se había convertido su adorado espejo, haciéndola de esta manera su prisionera, como prueba fehaciente de que había sido la culpable de su repentina destrucción.
Petra no podía haber tenido peor suerte.

Deja un comentario