¿Quieres que te cuente un cuento recuento?
Agosto, 2024, Bristol
Fabien salió de su casa contento aquella tarde de agosto. Su mujer y él querían darse otra oportunidad, y la herencia de la casa de los abuelos del joven, les había parecido la mejor manera de permanecer más tiempo juntos en el empeño de restaurarla para hacerla parecer un confortable hogar, ya que el aspecto que tenía la mansión en las fotos que les habían enseñado sus familiares, ponía los pelos de punta.
Había quedado con Beatrice en que se verían allí porque ella tenía que realizar unas gestiones en su trabajo y al fin y al cabo, el bosque donde se hallaba la heredada casa, tan solo estaba a unas horas de distancia desde su apartamento en Bristol, por eso, no salió demasiado temprano, calculando que sobre las 8 de la noche ya estaría allí, todavía con luz suficiente como para hacer un reconocimiento sobre su estado interior, ya que hacía años que les habían cortado el suministro de luz, naturalmente por falta de pago.
Tardó más de lo previsto, pues la repentina tormenta había originado un notable retraso en la fluidez del tráfico de la autopista.
Para cuando se adentró en el enorme bosque, la tormenta no solo era de aquellas en las que apenas ves lo que tienes enfrente,(salvo cuando los estrepitosos relámpagos iluminaban la escena), sino que se añadía un tremendo y espeluznante viento, cuyo silbido parecía estar advirtiéndole de algún peligro. Gracias a los potentes focos de su todo terreno y a un GPS un tanto despistado, consiguió vislumbrar la silueta de una maltrecha casa que se le antojó todavía más fantasmagórica en vivo que en las fotos.
Aparcó frente a ella e hizo un rápido reconocimiento visual: había tardado tanto, que tal vez Beatrice ya estaría allí, suponiendo que hubiese cogido una autopista más corta.
Bajó del coche y sacó del maletero la fabulosa y pesada linterna que nunca habían utilizado y que tan útil le sería ahora, sin embargo, al encenderla, comprobó con una mezcla de rabia y frustración, que las pilas que le habían puesto para su supuesto estreno, nunca se habían cambiado y por tanto, la luz que emitía era poco menos que la de una bombilla de 15 vatios, aunque pensó que “a malas” también podía utilizar la de su móvil.
Abrió la puerta del caserón con la enorme llave metálica, y quedándose en la entrada, y dejando la puerta abierta (tal vez temeroso por si tenía que salir corriendo), enfocó al interior de la casa; paseó la linterna por el oscuro recibidor y de pronto, en el preciso instante en que un terrorífico relámpago iluminaba toda la casa, la visión de una mujer a los pies de la escalera, vestida con un camisón, le hizo soltar al mismo tiempo un grito y la linterna, que cayó al suelo produciendo un fuerte estruendo. A pesar de la emisión de su poca luz, pero gracias en definitiva a ella, afortunadamente no le costó encontrarla. Se levantó casi inmediatamente asiéndola como si fuera no solo su medio de visibilidad, sino una posible arma en caso de tener que usarla. Volvió a enfocar el rincón donde había visto a la «aparición» pero allí no había nadie; siguió recorriendo el recibidor de izquierda a derecha con el fino halo de luz y cuando enfocó a su derecha, allí estaba, casi pegada a él, mirándolo fijamente.
-¡Dios bendito! – profirió en un grito apartándose de ella de un salto y golpeándose contra la puerta. -¿Qué… quién… ¿Qué hace aquí?- preguntó muerto de miedo al pensar que una persona no hubiera tenido tiempo de cruzar el enorme recibidor de punta a punta en las milésimas de segundo en que esa «cosa» lo había hecho.
– Oh, Fabien siento haberte asustado, soy tu prima Elionor, sé que nunca te han hablado de mí, vivo cerca de este bosque y al saber que habías heredado la casa de la familia, quise venir a adecentarla un poco ¡Tantos años vacía, imagínate! La tormenta me sorprendió y he tenido que quitarme la ropa y ponerme lo primero que he encontrado…
Fabien no se apartó en ningún momento de la puerta; la observaba jadeando todavía. Su pelo era de un rubio casi transparente, largo y liso, peinado hacía un lado y cayendo sobre el pecho que el estrecho y antiguo camisón parecía querer mostrar en cualquier momento. Fabien ahora estaba además nervioso y avergonzado por mirarla de ese modo, pero la mujer, como si hubiera adivinado sus pensamientos, sonrió y le dijo:
-Iré a ver si la abuela guardó alguna chaqueta que poder ponerme encima de esto. Pasa, después te acompañaré a la cocina, hay velas que podemos poner en los candelabros. Enfoca a la escalera ¿quieres, primo?- le ordenó comenzando a dirigirse hacia ella.
Fabien hizo lo que le pidió, aún sin fiarse, aún sin saber por qué lo hacía y sobre todo, aún sin apartarse de la puerta. Inhumanamente rápida, la mujer apareció de nuevo con una especie de bata larga que no ayudaba en nada para arreglar su aspecto espectral. Bajó los escalones e hizo una señal al joven para que la siguiera, como le había dicho, al interior de la cocina. Fabien no cerró la puerta pero la siguió, intentando disimular y hacer frente al miedo que sentía. Cuando llegó a la cocina, su supuesta prima ya se había hecho con las velas y las estaba encendiendo y colocando en los candelabros. Era como si conociera muy bien la casa.
-Ahora nos veremos mejor ¿verdad? siéntate, he preparado un poco de cena para cuando llegases- dijo como si fuera lo más normal del mundo.
-No, gracias, no tengo hambre; cenaré después, cuando venga mi mujer, debe estar a punto de llegar.
En aquel momento, apareció por la puerta un niño de unos seis años, vestido con un jersey de rayitas. Se quedó mirando a Fabien con una sonrisa tan maquiavélica, que el joven tuvo la sensación de que se le había helado la sangre. Se sentó frente a él, sin dejar de mirarlo y sonreír.
-Es mi hijo, Jean Paul, no es muy hablador- argumentó ofreciéndole a Fabien un vaso de cerveza- he procurado mantenerla fría – señaló la nevera portátil – a esto no me dirás que no- sonrió mientras le acercaba el vaso.
Fabien lo cogió y se la acabó casi de un trago, porque a decir verdad, después de tanto susto, su boca estaba completamente seca.
La mujer se sentó a su lado y comenzó a hablarle, explicándole el por qué la familia nunca le había hablado de ella.
Fabien la escuchaba lejanamente, como si estuviera dentro de una cueva. De pronto, se sentía terriblemente cansado.
-Has tardado tanto en regresar… – fue lo último que escuchó antes de caer en un profundo sueño.
Uno de los primeros rayos del madrugador sol veraniego, entró por la ventana calentando tímidamente la mejilla de Fabien, quien abrió un ojo mientras cerraba más fuertemente el otro, a causa del terrible dolor de cabeza. Sin tomar conciencia todavía de dónde estaba, se dio cuenta de que permanecía sentado y vagamente recordó su sueño, aquél en el que se veía escuchando a una mujer en la cocina de una casa antigua que había heredado. Levantó poco a poco la cabeza. ¡No podía ser! Allí estaban ella y su extraño hijo, esperando a que volviera en sí. Se despertó de golpe y casi en un arrebato echó para atrás la silla para levantarse. Lo hizo, pero tuvo que apoyarse en la gran mesa desnuda de madera para no volver a dejarse caer en la silla. De pronto, pensó en su mujer.
-Beatrice, no ha venido… teníamos que encontrarnos…aquí – murmuró llevándose la mano a la frente: el terrible dolor de cabeza lo estaba matando.
-No vendrá – dijo de repente el niño- está con mi otro papá. Ahora tú te quedarás para siempre con nosotros.
Fabien miró al niño sin comprender nada.
-Tengo que irme, dejad que me vaya – imploró desesperado, antes de caer nuevamente en la silla.
La mujer le puso una mano encima de la suya como para tranquilizarlo. A pesar de no tener demasiada conciencia de la realidad, a Fabien le pareció que la mano de la mujer había traspasado la suya, como si fuera etérea. No estaba en condiciones de salir corriendo, por lo que optó por rezar para no volver a dormirse, pero en medio del primer Padrenuestro, volvió a caer en un profundo sueño.
Al despertar, la luz que entraba por la ventana parecía ya acariciar la tarde, y cuando levantó la cabeza, pudo comprobar que la media oración que había podido hacer, al menos le había servido para conseguir una cosa: no había ni rastro de la mujer y el niño.
Como pudo, e intentando no hacer ruido, se levantó sigilosamente, miró a su alrededor con el fin de obtener algún arma con la cual defenderse en caso de tener que hacerlo; un largo rodillo de amasar de madera y acabado en dos extremos parecía estar dispuesto a ofrecerle esta oportunidad. Salió de la cocina corriendo, para atravesar lo antes posible el recibidor y dirigirse hacia la puerta. Esta vez, la iluminación de la sala era total, pues los gruesos ventanales, apenas vestidos con unas roídas y marronáceas cortinas, dejaban entrar toda la luz que puede ofrecer un día de verano, aunque sea por la tarde.
Puso la mano en el oxidado pomo de la puerta y de pronto, madre e hijo aparecieron a su lado, cada uno flanqueando un costado de su cuerpo.
Fabien se aferró al pomo y abrió la puerta, decidido a escapar de aquellos siniestros personajes, y de pronto, al otro lado, además de una bocanada de agradable aire, se encontró con Beatrice, su mujer; tenía la cabeza vendada, como si hubiera tenido un accidente.
-Noooo – gritó de pronto el niño echándose encima de Beatrice y haciéndola caer – ¡Vete, vete de esta casa. Él se quedará conmigo. Él quiere a mi mamá, no a tí! -lloriqueaba golpeándola con sus pequeñas manitas.
Fabien, pasando por alto su apariencia de niño, y convencido totalmente de que no lo era, intentó golpearlo con el rodillo, pero su madre, lanzando un desesperado grito, se echó encima del niño para impedirlo. De repente, madre e hijo se comenzaron a evaporar, convirtiéndose en un oscuro polvo que el viento que se había levantado no tardó en expandir por todo el bosque. Fabien levantó a su mujer del suelo, y se abrazaron fuertemente sin mediar palabra.
De camino a casa, Beatrice le explicó que una ambulancia la había llevado hasta allí. Había pasado toda la noche en el hospital. Tuvo un accidente yendo a la casa heredada, intentando evitar atropellar a aquel niño de la camiseta de rayitas que ahora se le había echado encima. En el hospital no les extrañó, le explicaron la leyenda que corría por aquellos parajes del pequeño que a veces se aparecía a los forasteros y que daba la impresión de buscar algo o a alguien.
El joven matrimonio no tardó en decidir qué hacer con aquella casa heredada. Pensaron en que podrían cumplir su primera idea y arreglarla para convertirla en un hogar. Cualquier historia que hubiera ocurrido allí, era historia pasada y ellos tenían derecho a empezar de nuevo la suya en aquella enorme mansión.
Un día regresaron a ella con la intención de revisar y tirar o guardar cosas que pudieran interesarles de su interior…
Beatrice, ahogó un «Oh, Dios mío» de repente. Fabien se acercó a la habitación donde se hallaba su mujer contemplando una vieja foto, incluso se atrevería a decir que era del siglo pasado, donde aparecían retratados una joven de pelo lacio, muy rubio, casi blanquecino, que peinaba hacia un lado, sonriendo al lado de un pequeño vestido con un jersey de rayitas y un joven… un joven que debía ser su marido, un joven que era idéntico a Fabien.
Beatrice soltó la foto como si le quemase en las manos y no hizo falta que se pusieran de acuerdo para salir de allí corriendo y procurar vender cuanto antes aquella casa maldita…
Agosto, 1953, Bosque de Rean
Suzanne estaba muy contenta por volver a casa. Ya habían pasado seis años, e intentaba autoconvencerse, (unos días con más éxito que otros), de que cuando vieran a su nieto Jean Paul, sus padres le perdonarían el haberse escapado de casa con Fabien, el poco fiable, (según ellos) hijo de sus primos lejanos, los Branigan.
Sin embargo, no sucedió así…
El día de su llegada a la casa, Gustavo, el fiel criado, les abrió la puerta e hizo un amago de sonrisa al verla, el suficiente para que solo ella advirtiera su alegría al verla: Suzanne siempre fue cariñosa con él y era una chiquilla encantadora, a veces se preguntaba a quién se parecería, porque desde luego, no era a su padre, y mucho menos a su estúpida madre.
Suzanne lo abrazó, con el mismo amor que se despidió de él la noche anterior a su partida, solo su querido Gustavo sabía que huiría de aquella casa al día siguiente para formalizar su relación con Fabien. Su amor por su primo nunca había contado con la aprobación de sus padres y no es que necesitase su beneplácito por nada en especial, Suzanne siempre había sido un alma rebelde y libre, tal vez propia, (según solían burlarse sus primos mayores), de haber sido la hija única de un matrimonio mayor, que vino al mundo cuando ya no la esperaban; sin embargo, cuando Suzanne supo que estaba esperando un hijo de Fabien, algo cambió en el interior de la joven, de pronto, era como si un instinto (le gustaba creer que maternal), se hubiera despertado en ella, y quisiera que todo fuera precioso a su alrededor, igual que su amor por Fabien y su futuro bebé. Pero la noticia de su embarazo solo hizo que empeorar la mala relación con unos padres toscos, rancios y herméticos y seguramente fue esto lo que le había hecho tardar seis años en tomar la decisión de volver a verlos.
-Que pasen Gustavo- ordenó su madre al mayordomo- tenéis preparada tu antigua habitación, allí podréis instalaros los tres el tiempo que estéis aquí- dijo dirigiéndose a su hija casi sin mirarla, mientras ésta pensaba que su madre no había cambiado en absoluto, pues teniendo en cuenta que la mansión contaba con seis habitaciones libres de las que podían disponer, dejarles una para compartir los tres, era muy generoso por su parte.
Pasaron por delante de ella para subir al piso de arriba, donde Suzanne tenía su habitación. Su madre, que permanecía de pie, al principio de la escalera, se echó ligeramente a un lado para dejarles pasar, no sin antes mirar de reojo al pequeño Jan Paul, que era el vivo retrato de su madre cuando tenía su edad.
Su padre regresó temprano de las caballerizas, y ordenó a Gustavo que hiciera los preparativos en la cocina para cenar allí. Por orden también del señor, subió hasta la habitación de Suzanne, donde el matrimonio y el niño habían permanecido sin moverse desde su llegada a la casa, para decirles que la cena se serviría en la cocina a las 8 de la noche y que podían bajar si lo deseaban.
Así lo hicieron. Ninguno, ni siquiera el pequeño Jean Paul, que seguía asustado por la tormenta, se dirigió la palabra durante la cena.
A la mañana siguiente, Suzanne se levantó temprano con la intención de hablar con su padre. Tal vez ya era hora de perdonar…Aún en camisón se dirigió a su despacho. Poco después de darle permiso para entrar, ambos se enzarzaron en una acalorada discusión que trasladaron, saliendo del despacho, al principio de la escalera. Fabien, alertado por los gritos, abrió la puerta de la habitación y Jean Paul, aterrado, corrió a refugiarse en los brazos de su madre o tal vez para intentar protegerla. La madre de Suzanne también apareció en escena, salió de la cocina y se mantuvo al final de la escalera sin pronunciarse, sin intentar mediar por la paz entre su marido y su hija.
El padre de Suzanne ni entendió sus motivos, ni atendió a sus razones. Gritaba como un loco. El pequeño Jean Paul se aferraba al suave camisón de su madre, seguía abrazándola con todas sus fuerzas y luchando contra el miedo espantoso de que aquél señor al que mamá le dijo que debía llamar abuelo, pudiera hacerle daño. En un ataque de máxima ofuscación, el padre de Suzanne agarró a su hija del brazo como para echarla de allí, y esta perdió el equilibrio precipitándose por la escalera junto a su pequeño. Fabien, sin dar crédito a lo que acababa de suceder, se abalanzó sobre su suegro gritando improperios y provocando que ambos cayeran también rodando por las escaleras. El padre de Suzanne murió en el acto fracturándose el cuello, pero Fabien, aún tuvo tiempo, antes de que unos prestos y ávidos policías se lo llevasen para que se pudriera en la cárcel culpable de asesinato, de abrazarse a su mujer y a su hijo, para compartir juntos su último momento en esta vida, y poder acariciar a su pequeño, siempre tan alegre, procurando que le regalase su última sonrisa antes de morir.
Una agonizante Suzanne se aferraba aún a la mano de su marido, en un vano intento de que los desconsiderados policías lo arrancaran de su lado. Su madre se acercó a ella y lejos de llorarla y desearle un buen viaje al más allá, la maldijo por el mal que había traído a su casa, y le juró que ni ella ni su hijo abandonarían jamás aquella mansión, asegurándole que vagarían eternamente en su interior y que si tan solo ponían un pie fuera de ella, se convertirían en polvo, formando parte de las hojas y cenizas que cubrían el bosque de Rean.
