¿Quieres que te cuente un cuento recuento?
Cuento basado en hechos reales.
Erase una vez,
si no me falla mi memoria de pez,
una familia que feliz vivía se derrumbó
cuando su adorado perrito, sus ojitos para siempre cerró.
Con tan solo tres meses a su casa había llegado
y de alegrías y travesuras, el hogar había inundado.
El pequeño Jas era bueno, cariñoso y espabilado,
ningún disgusto jamás les había dado,
aunque un enorme filete todavía estén buscando,
pues cómo se lo pudo «zampar» aún se están preguntando.
Un inmenso vacío cuando se marchó les dejó,
la vida de repente les cambió,
por todas partes les parecía que lo veían,
y sus ladridos demandantes,
siempre suplicantes,
les parecía que nuevamente oían
cada vez que para comer se reunían;
tan tristes los pobrecitos estaban,
que volver a tener un peludete, nunca pensaban;
sin embargo, aunque jamás lo iban a olvidar,
la pérdida de Jas intentarían soportar…
Ocurrió que un año y pico enseguida pasó
y el deseo de aumentar la familia, a sus corazones volvió.
Al centro en el que yo vivía un día ellos vinieron
y para suerte de todos, me conocieron.
Por aquél entonces yo no sabía ni lo que me había pasado,
estaba desconcertado
y realmente asustado,
pues el humano con quien me crié, me había abandonado…
A su casa, ahora la mía, estos desconocidos me llevaron
y conmigo y mi manera de ser alucinaron:
no solo porque con ellos me mostraba encantador y prudente,
sino porque también lo era con el resto de la gente.
Únicamente en otro perrito parecía que me convertía,
cuando a un congénere desde lejos veía,
ladraba y ladraba y hasta que no lo perdía de vista, no paraba;
el corazón se me salía,
pero era del propio miedo que tenía
y a mis papás se les partía,
porque sabían cómo yo sufría;
ellos también muy mal lo pasaban,
de todos los perritos se apartaban…
Poco me costó a mi ya familia acostumbrarme,
pues no dejaban de achucharme y mimarme;
tuvieron conmigo paciencia y mucho amor
porque sabían que yo era dulce y delicado como una flor;
esta comprensión un servidor les agradecía,
y para ser valiente en la calle, me esforzaba cada día;
por eso, cuando con algún «enemigo» me cruzaba,
mi miedo superaba
y cada vez menos ladrada,
incluso, a alguno me acercaba.
La alegría a casa volvía
¡ se me estaba yendo esta manía!
pero poco esta dicha duraría:
papá se dio cuenta un día,
de que algo me dolía…
Al vete me llevaron
y una hernia discal me diagnosticaron,
en darles los resultados de mis pruebas mucho tardaron,
sin embargo, la factura de estas, rapidito les cobraron.
Por fortuna, en esta «excelente» clínica no me operaron,
porque en buscar a otro especialista, los papás se espabilaron,
¡y vaya si lo encontraron! ¡a los mejores hallaron!
A una clínica en Badalona me llevaron,
donde con éxito me operaron…
Difícil fue la intervención
y larga mi recuperación:
no podía caminar, pero lo tenía que intentar.
Cuando mamá a la clínica me fue a buscar,
aún no me podía levantar…
Pero ni íbamos a perder la esperanza, ni en lo peor pensar.
Mi veterinario, un sencillo arnés con una bolsa me preparó,
con el que mamá el culete me levantó:
a casa conmigo muy triste y angustiada regresó;
La chica que en su coche al vete me llevaba,
en volandas y con sumo cuidado me sujetaba,
a acomodarme en su furgo-mascotas me ayudaba
y aunque al principio las patitas iba arrastrando,
cada vez un poquito más, del suelo las fui levantando…
Los papás mi peso sujetaban,
mis patitas casi volaban,
pues al arrastrarme, mis pezuñitas se dañaban
y para que eso no pasara, todo cuanto podían, me levantaban.
Entonces, gracias a mis vetes de la Sagrera,
mi papá consiguió el teléfono de Alba, una doctora de primera;
ella en mi fisioterapeuta se convertiría,
tres veces por semana a casa vendría:
unas ventosas en la espalda me ponía
y milagrosos masajes me hacía,
la crema que me ponía,
estaba muy fría,
pero yo lo soportaba, porque ella muy bien me trataba.
Cuando mamá, buscando una reacción, mis patitas tocaba,
si un tirón yo daba,
recuerdo que de alegría lloraba,
porque si me movía y me apartaba,
una buena y maravillosa señal le daba,
significaba que mis nervios dormidos no estaban
y que a los impulsos reaccionaban y despertaban.
Así fue como un día que nunca vamos a olvidar,
casi conseguí ponerme en pie para volver a caminar:
poco a poco mis patitas mi peso fueron aguantando,
conforme los interminables días iban pasando…
Y llegó el esperado y ansiado momento,
en el que loco de contento,
comprobé que por mí mismo, en pie me mantenía,
¡todo como antes de mi operación sería!.
¡De un lado a otro me podía mover,
independiente conseguí volver a ser!
En casa reían y lloraban de felicidad,
¡mis patas volvían a tener movilidad!
Y hoy en día, aunque todavía mi caminar sea algo peculiar,
por mis propios medios, puedo feliz pasear.
En el parque muchos amigos tengo,
con los que un rato me entretengo,
nos olemos, jugamos
y para otro día quedamos,
mientras, los papás entre ellos se ponen a hablar:
anécdotas nuestras empiezan a explicar…
De mi hernia discal me he curado
y estoy perfectamente socializado,
aunque, si a veces se me escapa algún ladrido,
es porque a ese perrete aún no he conocido
¡y el culete no le he olido!
Sé que soy un perrito inteligente y maravilloso
y no es porque yo lo diga por ser vanidoso,
sino porque mis papás me lo hacen saber a diario
y por eso yo lo escribo en éste, mi pequeño diario.
Han pasado algunos años desde mi operación
y hoy quiero dar las gracias de corazón,
a todos aquellos que me han ayudado
y que a nuestro lado siempre han estado.
A ellos les agradeceré eternamente
que sean tan maravillosa gente.
En memoria de mis maravillosos perritos Jas y Tap. ¡Disfrutad de la inmensidad del cielo para correr todo cuanto queráis!. Os quiero.
