Un día, cerca del castillo del rey Letrellín, en el bosque de las letras, se habían reunido las letras consonantes d y f para jugar a los dados con las vocales a y e, quienes siempre las acompañaban para jugar juntas: estas habían traído un tablero de parchís y damas, aunque ya sabían, sin duda, quien ganaría, pues los dados y las damas eran los juegos favoritos de la letra d. A veces, jugaban en su casa, la casa de las letras, sobre todo, cuando hacía mal día o llovía; se sentaban frente al fuego de la chimenea y se pasaban horas jugando divertidas. Pero ese día amaneció fabuloso, con un sol fantástico. Comentaron cómo habían florecido las dalias. Llevaban una fabulosa cesta para merendar, llena de dulces, fresas, y frambuesas. La letra f también había traído unos deliciosos flanes, su postre favorito, y que ella misma había preparado con sus finos y delicados deditos. Siempre que iban a jugar, al final acababan haciendo una fiesta en la que se lo pasaban de fábula, incluso se tomaban fotos como si fueran famosas frente a los focos de un fotógrafo. Se sentaron en el florido césped, la letra d sacó los dados pero, antes de que se pusieran a jugar, la vocal e, que era la más espabilada de todas, se fijó en una flor: se movía de un lado a otro, rápidamente; se asustó mucho y se la enseñó a las demás temblando. Efectivamente, así era: ¡la flor desaparecía de un lado y aparecía en otro en cuestión de segundos. Las letras salieron de allí corriendo desesperadas porque eso debía de ser cosa de duendes. La d se dio cuenta de que había olvidado sus dados pero no pensaba volver a por ellos. Cuando se alejaron, el travieso duende Filo no podía dejar de reír porque él era quien había estado moviendo la flor de un lado a otro. Era una broma demasiado fácil que siempre le funcionaba para divertirse.
