Después de lo ocurrido en su castillo, el rey Letrellín pensó que sería un buen momento para hacer una reunión con todas las letras del abecedario. Las invitó a comer un día en los alrededores del castillo. Todas estaban muy contentas y llegaron muy puntuales.
La letra P trajo algo para picar; la Q, cómo no, su inseparable queso; la B se encargó de traer las bebidas; la F, los frutos secos; la A, el arroz; la T hizo unas trufas para el postre; y la H preparó varios tipos de helados. Pero, por si alguien prefería fruta fresca, la M y la N, que compartían el cuidado de su huerto, recogieron muchas manzanas y naranjas. A la G se le antojó adornar el escenario de la fiesta con globos, y la C no dejaba de tirar confeti.
Las vocales, A, E, I, O, U, como eran las más pequeñitas, hicieron trabajos menos cansados, por lo que se encargaron de poner la mesa. Algunos animales que pasaban por allí se apuntaron a la fiesta. El más emocionado era el grillo Kirillo, que, como siempre, amenizó a los presentes cantando unas cuantas canciones infantiles, utilizando tanto el micrófono (del Karaoke que alguien tuvo la genial idea de traer) como el frote de sus alas para acompañarse.
El rey Letrellín estaba contentísimo, tanto que les aseguró que cada semana harían una fiesta igual, pero solo si prometían portarse bien. Todas se sorprendieron, sin entender a qué se refería el monarca, aunque seguramente, con lo chismosas que eran, ya se habrían enterado.
El rey les explicó el incidente que hubo en su castillo, provocado por los rumores que habían estado inventando acerca de que la LL era una espía. Efectivamente, había una espía, confirmó Letrellín mirando disimuladamente a la letra W (que no sabía dónde esconderse), pero todo había sido un malentendido causado por la expulsión de algunas letras del abecedario, a las que desde ahora se consideraría dígrafos.
El rey les recordó que todas eran muy importantes porque ayudaban a los humanos a comunicarse entre ellos. Uniéndolas correctamente, eran capaces de formar palabras con sentido y, gracias a esto, crear miles de frases. Pero si ellas empezaban a hacerlos equivocar, a jugar o a inventar chismes, los humanos no se entenderían, porque dirían palabras y frases sin sentido. Les explicó que debían intentar ayudarlos a elegirlas bien desde que eran pequeños y, especialmente, a la hora de escribir, para que fueran muy, muy listos porque no era lo mismo decir: «El bosque es muy bello» que «El bosque tiene mucho vello».
Todas rieron con la ocurrencia del rey. La B y la V se pusieron coloradas, pues eran las que más se divertían confundiendo a los niños y haciéndoles cometer faltas de ortografía. La V se justificó diciendo que la B quería parecerse a ella, pero usaba un palito para ser más alta, y eso la irritaba.
La letra P, entonces, aprovechó la ocasión y se quejó de que la Q la copiaba, pero que siempre miraba hacia otro lado. A veces, también utilizaba un palito, pero en este caso, para disimular su gran parecido.
Estos comentarios provocaron que todas las letras se pusieran a hablar sin control, tropezándose unas con otras para dar «su versión de los hechos».
El rey Letrellín las calmó profiriendo un silbido poco propio de un rey, ¡que las dejó mudas!
Les explicó que la gracia de que fueran tan parecidas era que los niños, cuando las aprendían en el colegio, fuesen capaces de distinguirlas a pesar de sus similitudes. Les contó que existían reglas llamadas de ortografía, que se habían hecho para que los pequeños supieran en qué momento debían utilizar a cada una. Les puso el ejemplo tan usado por los profesores: «Ahí hay un niño que dice ¡ay!», una frase que les servía para enseñar a los estudiantes a distinguir esas palabras, que aunque se escriben con las mismas letras, tienen significados muy distintos.
El rey les aseguró que su papel era fundamental en la vida de los niños. «El abecedario es un equipo de letras» —les dijo—. «Cada una tiene su propia forma y sonido, y juntas pueden formar palabras para que los humanos puedan leer y escribir. Los dígrafos también tienen su función, porque sirven para nombrar miles de cosas.»
Todas comprendieron las palabras del rey Letrellín y le dieron la razón. Prometieron no hacer equivocar a los niños y ayudarles a elegirlas bien, para que aprendieran a hablar correctamente y a escribir sin faltas ortográficas. Muy contentos, letras, rey y animalitos del bosque continuaron la fiesta.
Sin embargo, ni el rey ni las letras contaron con Filo, el travieso duende del bosque, que las observaba escondido entre las ramas de un árbol cercano.
Sonrió con picardía.
Aún recordaba lo mucho que se había divertido cuando hizo perder los dados a la letra D. Y ahora, viendo lo distraídas que estaban todas las letras, no podía evitar preguntarse… ¿a quién le jugaría su próxima broma?
