Carlos era un niño de 10 años muy bueno y simpático. Le gustaba ir al colegio, donde jugaba con sus amiguitos inventando miles de historias. Una noche, como no tenía demasiado sueño, se asomó a la ventana de su habitación y miró a las luminosas estrellas imaginando que estaba en un mundo lejano y mágico. De repente, se asustó porque le había parecido escuchar su nombre. Encendió la luz de su habitación, pero no había nadie que pudiera haberlo llamado. Volvió a asomarse a la ventana creyendo que habían sido imaginaciones suyas, sin embargo, no lo eran porque volvió a escuchar su nombre dentro de su habitación.
– ¿Quién es?¿quién me llama?-preguntó Carlos un poco asustado.
– Soy yo,Tiveti, mira debajo de tu cama y me verás -contestó una vocecilla.
Carlos se agachó para mirar debajo de su cama como le había ordenado aquella voz y cual sería su sorpresa, cuando vio a una niña pequeñísima en el suelo; no sería más grande que una de las muñequitas con las que jugaba su hermana, por eso, Carlos pensó que ésta le estaba gastando una broma, eso, o se lo estaba imaginando. Se frotó los ojos una y otra vez para convencerse de que no estaba soñando, cuando la oyó decir:
-He venido desde Lirosta, mi pueblo, para pedirte que nos ayudes.
-¿Necesitáis mi ayuda, quienes?- se sorprendió – pero ven, sal de ahí abajo -le dijo amablemente.
Cogió a la pequeña en brazos y la puso encima de su mesita para que esta se pudiera explicar. Tiveti, muy apenada, le contó cuál era el misterioso motivo de su visita:
– Mi pueblo está en peligro -sollozó- verás, nosotros vivimos en Lirosta, cerca del bosque del Arpa y éramos muy felices hasta que un día llegaron los Setors, unos gigantes malvados que nos castigan si no trabajamos sin descanso para ellos. Como te puedes imaginar, los habitantes de mi pueblo no tenemos mucha fuerza, y nos cansamos mucho; cuando estamos rendidos, tanto que no nos podemos ni levantar, los Setors nos encierran en unas jaulas, sin darnos apenas de comer ni beber. A mi me encerraron también pero una noche en la que el gigante que se ocupaba de cerrar mi jaula, se olvidó de hacerlo, me pude escapar. Fui hasta la cabaña de la montaña donde vive nuestro rey, que es mago además; le expliqué lo que pasaba y me acompañó al pueblo para ayudarnos, se enfrentó a los Setors, sin embargo, su magia no hace ningún efecto contra ellos. Se burlaron de él y lo encerraron dentro de un barril vacío. Pude esconderme para que no me vieran y cuando se hizo de noche, fui a ver al mago para ver cómo se encontraba y preguntarle qué podíamos hacer para acabar con la opresión de los malos gigantes. Entonces fue cuando me habló de ti….
-¿De mí? -preguntó Carlos con sorpresa.
– Sí, me dijo que tú eres un niño muy bueno y valiente en quien podíamos confiar. Como él es mago, tiene la capacidad para poder observar y conocer a todas las personas y tú eres el más indicado para ayudarnos. El rey se desanimó al pensar que desde Lirosta hasta tu casa había mucho camino que recorrer, pensó que nadie podría venir a avisarte de lo que estaba ocurriendo y pedir tu ayuda, pero yo, sin decirle nada, me puse en camino esa misma noche y aunque he tardado mucho, ¡aquí estoy! – dijo sonriendo muy contenta.
-¿Y qué es lo que tengo que hacer? -preguntó Carlos demostrándole así que estaba dispuesto a ayudarlos?
-El mago me habló de unas montañas cercanas al bosque del Arpa. En concreto, de una montaña, la que llaman Azul.
-¡Ah, claro, la montaña Azul! -respondió Carlos enseguida -está lejos de aquí, mis padres nunca me han dejado ir, dicen que está embrujada y que es la casa de todos los fantasmas, pero yo no tengo miedo, iré hasta la montaña y os ayudaré- exclamó valiente y convencido.
-¡Gracias Carlos, eres un valiente! -casi gritó Tiveti sonriendo y aplaudiendo.
-¡No es para tanto! -contestó el niño poniéndose colorado de vergüenza y quitándole importancia al asunto -yo solo quiero que podáis vivir felices en vuestro pueblo y podamos echar a los malvados gigantes.
-Entonces, te diré lo que haremos: mañana a esta misma hora, iremos a la montaña. Debes coger uno de los anillos que tiene en su pata derecha el dragón blanco de piedra que vigila la entrada de la cueva donde vivían los Setors antes de invadir nuestro pueblo.
¡Eso será muy fácil! -se alegró Carlos.
-Tienes que fijarte bien en que ese anillo sea el más brillante, su centro está rodeado de piedrecitas blancas como la nieve; solo ese es el anillo mágico que ayudará a nuestro rey a realizar un conjuro para liberarnos. Pero Carlos, yo sí que tengo miedo de los fantasmas, puede que sea verdad lo que cuentan de la montaña Azul, ¿te darás prisa a cogerlo, por favor? – le rogó la pequeña.
-¡Pero si los fantasmas no existen, Tiveti! -aseguró Carlos muy convencido.
– Bueno, de todas formas tendremos cuidado. ¿Vale?
A la mañana siguiente, Carlos no recordaba lo que había pasado la noche anterior, sin embargo, una pequeña personita que había dormido plácidamente entre sus juguetes, se lo recordó. Carlos, aprovechando que ese día era sábado, y no tenía colegio, se pasó casi toda la mañana metido en su habitación, hablando con Tiveti y las costumbres de su pueblo y también planeando el viaje que ambos harían aquella noche. Por fin llegó el momento de la partida. Carlos metió a Tiveti en su mochila del colegio y ambos salieron con mucho cuidado y sin hacer ruido, por la ventana de la habitación de Carlos, que daba a la calle directamente. Tras mucho caminar, el niño ya pensaba que se habían perdido cuando a lo lejos, vio el pico de la Montaña Azul iluminado por la luna llena que había aquella noche.
-¡Es esa, hemos llegado! -exclamó Carlos sacando a la pequeña de su mochila para que pudiera verla.
-¡Cómo brilla, es preciosa, nunca la había visto! – se sorprendió Tiveti.
Subieron la montaña. Carlos estaba ya muy cansado de este largo viaje pero había prometido ayudar a su amiga y a su pueblo, y no se iba a rendir ahora que ya estaban finalizando su aventura, o tal vez, la estaban empezando…
Pronto vieron la cueva del dragón. Desde afuera, no parecía tan peligrosa ni espantosa como la gente decía, pero al entrar adentro y ver que estaba tan oscura, la verdad es que se asustaron un poco. Por suerte, Carlos había metido en su mochila la linterna que lo acompañaba a hacer todas sus excursiones, y al encenderla, un increíble grupo de murciélagos, se les echó encima chillando hasta que por fin salieron de la cueva. Aún sin reponerse del buen susto que se habían llevado, valientemente, Carlos y Tiveti siguieron adelante resueltos a encontrar lo que habían venido a buscar. Caminaban con cuidado porque el suelo estaba lleno de piedras y barro. El niño cogió entonces a la pequeña, y la llevó el resto del camino en brazos. De repente, a lo lejos, vieron brillar una tenue luz, y al acercarse, comprobaron que se trataba del resplandor que ofrecían las piedrecitas blanquísimas del anillo que, tal y como había dicho el mago, estaba en uno de los dedos de la pata derecha del dragón blanco de piedra. Asombrados por el feroz aspecto del animal, que parecía que iba a cobrar vida y echarse sobre ellos en cualquier momento, siguieron caminando despacio, escuchando solamente los latidos de sus asustados corazones, hasta llegar a la altura de las patas del temible dragón.
-Ahora te pondré en la mochila, -le dijo Carlos a Tiveti – así podré coger el anillo con más facilidad.
-De acuerdo -respondió ella -pero ten mucho cuidado, por favor.
Carlos asintió y poniendo a la pequeñina dentro de su mochila, se dispuso a arrebatarle al dragón su anillo mágico. Dejó su linterna en el suelo, y sin pensárselo dos veces, acercó sus manos hasta el anillo del dragón para cogerlo, pero de pronto, una potente voz ronca que parecía salir del mismísimo dragón de piedra, hizo que Carlos se quedase paralizado.
-¿Qué estás haciendo aquí, pequeño ladrón? ¡Pagarás tu atrevimiento!.
-¡No, espere! – suplicó Carlos intentando ser más fuerte que su miedo -solo hemos venido para coger uno de sus anillos, es para hacer una buena obra y usted tiene muchos…
-¿Pero quién te has creído que eres para robarme mi precioso anillo? ¡Te castigaré como te mereces por ser mentiroso además de ladrón!
– No miento -empezó a decir Carlos -pero antes de que pudiera darse cuenta, las patas del dragón empezaron a moverse como si fuera a caminar. Sin embargo, nuestro amigo no estaba dispuesto a salir de allí sin el preciado anillo, y sobre todo, sin cumplir la promesa que le había hecho a la pequeña Tiveti, por eso, valientemente, en un abrir y cerrar de ojos, se abalanzó sobre él y consiguió arrancarlo del dedo de piedra del dragón. Esto lo enfureció muchísimo porque sin este anillo, su figura se desmoronaría como un castillo de arena mojado por el agua del mar y antes de que inevitablemente esto sucediera, hizo que de su boca salieran chorros de fuego que iban dirigidos a las paredes de la cueva, que inmediatamente empezaron a derrumbarse. En unos segundos, el niño se vio rodeado de las enormes piedras que iban cayendo de las paredes de la cueva. Sin perder un minuto, Carlos cogió su linterna, y empezó a correr lo más deprisa que pudo hasta la entrada de la cueva, mientras las gruesas piedras le seguían los talones cayendo a su paso. El niño corría y corría sin mirar atrás, cuando de pronto, un inoportuno resbalón a causa del barro del suelo, le hizo caer, golpeándose levemente en la cabeza con una piedra, y que provocó que perdiera unos segundos el conocimiento. Cual sería su sorpresa cuando al despertar e intentar alcanzar los últimos metros que le quedaban para llegar a la entrada, en este caso, la salida de la cueva, comprobó con horror, que ésta había quedado completamente tapiada.
-¡Carlos, Carlos, ¿Qué está pasando? -escuchó la voz de la pequeña Tiveti, que cuando Carlos cayó al suelo, también se había golpeado y acababa de recuperar el sentido.
El niño sacó a su amiga de su improvisado transporte y escondite y le dijo desesperado: -El dragón ha provocado el derrumbamiento de la cueva, estamos rodeados de cientos de inmensas rocas y nunca podremos salir de aquí, ¡estamos atrapados! -dijo casi llorando.
-No te preocupes amigo mío, ya encontraremos la forma de salir, confío en ti -le dijo Tiveti sonriendo intentando infundir ánimos a Carlos.
Sin embargo, Carlos no estaba tan seguro como su amiga de que pudieran salir de aquella cueva y se sentó en el suelo muy triste para intentar tranquilizarse, recobrar la calma y pensar en algo que los ayudase a encontrar una salida.
-¡Mira, Carlos! -gritó en ese momento la pequeña señalando a un punto de la cueva -¡Allí, allí, al fondo! ¿No ves esa luz, Carlos? -preguntó entusiasmada.
El niño se levantó al instante y dirigió su mirada hacia el sitio donde Tiveti le señalaba con tanta alegría.
-¡Vamos, acerquémonos más! -dijo emocionado cogiendo a su amiguita en brazos.
Era cierto, a través de un hueco que se había hecho entre dos piedras, se veía una luz, era el reflejo de la luz de la luna, que se hacía paso entre ellas, como para indicarles que podían salir por allí. Carlos intentó mover con todas sus fuerzas, aunque sin éxito, los tremendos bloques de piedras. Todos sus intentos fueron inútiles, y Carlos se dejó vencer por la evidencia: nunca saldrían de aquella cueva.
-No puedo moverlas – dijo a Tiveti, y ahora sí que Carlos no pudo reprimir el llanto -nos quedaremos aquí para siempre, Tiveti.
-¡Carlos! -dijo casi gritando ésta en ese momento -recuerdo que el mago también me dijo que el anillo obedecía al dragón porque éste estaba hecho con piedras muy blancas, igual que las que adornan el centro del anillo mágico. Nosotros tenemos ahora el anillo, podemos buscar en el suelo si hay arena tan blanca y brillante como lo eran las piedras que formaban el cuerpo del dragón, al desintegrarse, se habrá convertido en polvo, o en arenilla, así es que podríamos intentar encontrar su cuerpo desmoronado, dejar el anillo encima y darle la orden de que nos saque de aquí, tal vez, si el anillo piensa que la orden se la está dando el dragón, nos haga caso.
-¡No es mala idea, Tiveti! -dijo Carlos intentando que se le contagiase el entusiasmo de su amiga. -¡Vamos a buscar!
Los dos niños, esperanzados, se pusieron manos a la obra a buscar la arena blanca, pero pronto se decepcionaron ya que no encontraron ningún polvillo blanco por allí que indicase ser el cuerpo del dragón.
-Tal vez, cuando la cueva se derrumbó, las nuevas piedras que cayeron, dejaron fuera las que formaban al dragón -pensó Tiveti en voz alta. -Se me ocurre que yo saldré por el hueco que hay entre esas dos piedras, por donde se ve la luz, y buscaré por si están fuera de la cueva.
-Es una apertura muy pequeña Tiveti, te puedes hacer daño -se preocupó su amigo.
-¡Yo también soy pequeña! -le recordó mostrándose orgullosa de ello.
-Está bien, pero ten mucho cuidado -rogó Carlos.
-Descuida, lo tendré -aseguró ella.
Nuestro amigo ayudó a Tiveti a trepar hasta la pequeña ranura que había entre las dos piedras, por donde salió sin dificultad.
-¿Estás bien? -gritó Carlos.
-Sí, estoy en el exterior. Voy a buscar las piedras. -contestó contenta y decidida -¡Espera! -gritó de pronto -¡No tengo que buscar nada, justo delante de mí hay una enorme roca blanca, seguramente el dragón no se desmoronó del todo! voy a poner el anillo sobre ella y tú le ordenarás con voz fuerte y ronca como la que tenía el dragón, que nos libere de este encierro, derribando estos muros. Esperemos que funcione, ¿de acuerdo?
-De acuerdo, haré lo que me dices, avísame cuando hayas puesto el anillo sobre la piedra blanca, Tiveti, pero si esto no funciona, si yo no puedo salir, regresa a tu pueblo y dale al mago el anillo para que os pueda liberar de los Setors, no te preocupes por mí, no pierdas más el tiempo.
-No digas tonterías -le gritó ella -no pienso abandonarte aquí, somos amigos, si esto no funciona, volveré adentro contigo y juntos pensaremos en otro plan, y ahora calla -ordenó con contundencia -ya he colocado el anillo en la roca blanca, cuando quieras, puedes hablarle.
-¡Anillo mágico -gritó Carlos con la voz más ronca y poderosa que se le ocurrió fingir -derriba estas paredes de piedras ahora mismo, yo, el dragón te lo ordeno!.
Los dos niños se apartaron de las paredes para evitar que les cayeran encima si resultaba este truco, pero, nuevamente, fallaron en su intento por salir de allí. De repente, se oyó un ruido espantoso, y al instante, miles de piedrecitas empezaron a caer de las paredes, después, cayeron más, y de tamaños cada vez más grandes, hasta que todas las piedras que formaban las paredes de la nueva cueva se fueron desprendiendo, y en pocos segundos, el aire y la tenue luz entraron en la cueva, y Carlos, emocionado, fue al encuentro de su amiga.
Sin perder un instante, la cogió y la metió en su mochila para caminar más deprisa y llegar lo antes posible a Lirosta, el pueblo de Tiveti, que por suerte, estaba más cerca de lo que lo estaba el pueblo del niño, y no tardarían en llegar. Ya estaba amaneciendo, Carlos debía estar en casa antes de que su madre lo fuese a despertar, por suerte, se consoló pensando en que al ser domingo, su madre se levantaría más tarde y no vendría a su habitación tan temprano. Eso le daría algo más de tiempo. Pronto la pequeña divisó su aldea.
-Hemos llegado, Carlos -se alegró -te mostraré donde está el mago y le daré el anillo, tú no te acerques demasiado, porque algún Setor podría verte y capturarte, o algo peor -le advirtió.
El niño se escondió tras unos matorrales mientras su amiga Tiveti, valientemente, se acercaba hasta el barril donde estaba el mago, su rey. De pronto, detuvo sus pasos angustiada: un Setor pasó por su lado, pero estaba tan adormilado, que ni siquiera la vio. Siguió caminando, y en pocos minutos llegó hasta el barril.
-Señor mago -susurró -tengo el anillo, Carlos y yo lo hemos ido a buscar. ¡Aquí lo tengo!
-¡Tiveti! -exclamó el rey enormemente sorprendido y alegre – ¡Lo habéis conseguido, es estupendo! Mete por el agujerito que hay en la madera el anillo para que yo pueda cogerlo.
La pequeña obedeció e hizo lo que el rey le pidió. Al instante, le oyó decir unas palabras muy extrañas, que obtuvieron el deseo que pidió el mago: destruir el barril para poder salir de él. Libre de su encierro, se dirigió hasta donde sabía que dormían los Setors, y nuevamente, diciendo unas palabras mágicas, todo el pueblo de Lirosta pudo observar entusiasmado cómo los gigantes iban desapareciendo, como por arte de magia (nunca mejor dicho) para no volver a molestarlos jamás. Todos empezaron a reír y a cantar, tremendamente contentos al haber recuperado su vida y su libertad.
Tiveti fue a buscar a Carlos para que se pudiera unir a la fiesta, y celebrar con ellos su triunfo, pero Carlos tuvo que rechazar su invitación porque tenía que volver a su casa sin detenerse un minuto, pues ahora ya no le sobraba tiempo que permitirse perder. El mago, enterado de las prisas que tenía su salvador Carlos, llamó a su águila real y le ordenó que dejase en su casa al niño, concretamente, en la cama de su habitación.
Carlos abrazó a su querida amiga y compañera de aventuras y ésta, con lágrimas en los ojos, le agradeció todo lo que había hecho por su pueblo.
El águila alzó el vuelo, y Carlos, bien sujeto a su plumaje, se despidió triste de sus amigos, con la esperanza de algún día volverlos a ver. Tardó muy poco en divisar su casa e indicarle al ave dónde debía dejarlo. El águila obedeció ordenes, y en nada, Carlos se encontraba en su habitación. Se despidió del ave, agradeciéndole el viaje y su ayuda, y como había llegado tan rápido, comprobó con alegría, que aún podría dormir un ratito antes de que su madre fuese a despertarlo. Había pasado toda la noche despierto y parte de la noche anterior, hablando con Tiveti, y ahora, de repente, se dio cuenta de que no aguantaba el cansancio que tenía. Cerca de las diez su madre subió a su cuarto para despertarlo y decirle, como siempre, que no fuera tan perezoso. ¡Si ella supiera de su aventura y lo despierto que era su hijo!. Carlos tardó un rato en espabilarse, pero cuando su hermana pequeña entró en su habitación como un torbellino, echándosele encima y obligándolo a levantarse, el niño no tardó en hacerlo.
-¿Qué es esto? -le preguntó extrañada su hermana señalando una diminuta rosa blanca que había en la mesita de su hermano. Carlos había visto antes estas rositas, de todos los colores, en Lirosta, mientras estaba escondido entre los matorrales, esperando a que Tiveti le diera el anillo mágico al rey mago. Le había preguntado, curioso, cómo se llamaban, pues se parecían a las rosas comunes. Tiveti le dijo que ellos las llamaban Libertad. Carlos cogió la rosita, y vio que en su tallo había algo que parecía un pequeño papel; lo desenvolvió con mucho cuidado y al abrirlo, pudo leer: «Gracias, amigo». Carlos se puso muy contento porque supo que esa rosa, cuyo color blanco simbolizaba la amistad, se la había regalado Tiveti, quien, mientras él estaba durmiendo, había vuelto a visitarlo. Seguramente, pensó Carlos, esta vez, el águila del rey la había llevado hasta su habitación, y eso significaba que con certeza, se volverían a ver.
