El viejo desván

Julia y Roberto, eran dos hermanos gemelos que vivían en una casa muy grande, con sus padres y su abuelita. De todas las habitaciones de la casa donde los niños podían jugar, la que más les gustaba era la que llamaban desván. En ese cuarto, sus padres y su abuela habían metido todo lo que no les hacía falta pero que no querían tirar por tratarse de viejos recuerdos, por eso, este era el lugar ideal para inventar miles de historias, para disfrazarse y echar a volar la imaginación. A veces, cuando su abuelita subía al desván para estar un ratito con ellos, los dos hermanos le pedían que les contase bonitas historias que habían sucedido tiempo atrás…
-Abuelita, ¿ qué nos contarás hoy? -le preguntó Julia cuando la buena señora tomó asiento en su mecedora.
-Os voy a contar una historia que sucedió en Amber, mi país, no hace demasiado tiempo -bueno -se interrumpió la ancianita sonriendo -ya hace unos cuantos años, porque ocurrió cuando vuestra mamá tendría unos nueve años, como vosotros. Es una historia un poco triste, que trata de dos hermanos que se querían mucho…
-¡Como nosotros! -exclamó Roberto, mirando a su hermana y antes de que su abuela lo dijese.
-Eso es -dijo su abuelita. -Pues veréis, todo empezó cuando el rey se casó con Teresa, una bella y dulce princesa que no tardó demasiado en tener un hermoso hijo, al que pusieron de nombre Andie y a quien un año después haría compañía una bonita hermana, Daisy; tenían el cabello muy rubio y rizadito y los ojos muy grandes y de color azul clarito. Todo el mundo estaba encantado de que en palacio, por fin se escuchasen las risas y los juegos de los niños cuando estos fueron creciendo, todos menos Casilda, una prima de la mamá de los pequeños, a quien nadie tenía simpatía, pues del pueblo en general era sabido, que no era una buena persona, algunos decían incluso, que era capaz de hacer brujería. La reina, no hacía demasiado caso de estas habladurías, porque al contrario que Casilda, ella sí tenía un buen corazón, y eso no le permitía pensar que fuera cierto lo que decían de su prima, por muy antipática que fuera. Pero, la verdad es que Casilda no solo era una mala persona, si no que sentía un gran odio hacia Teresa, a la que todos adoraban, y la que, según ella, le había quitado el derecho de ser reina. Sin embargo, se había cuidado muy bien de que su prima no supiese nunca de este odio, porque ser de su familia y por tanto, vivir en palacio, equivalía a otorgarle unos privilegios que no estaba dispuesta a dejar pasar.
Cierto día en que la reina le había encargado el cuidado de sus hijos, Casilda tejió en su retorcida mente un malvado y perverso plan, que si tenía el efecto que ella deseaba, acabaría con la felicidad de los reyes y la de su pueblo; así es que, decidida a poner en marcha su plan, se llevó a Daisy y a Andie a su habitación. Allí cogió un libro de su gran librería que cubría toda una pared, lo abrió y leyó unas palabras muy extrañas que los niños no entendieron: «Vuijila, Lúgica, conviértete en muñeca; Vuijilo, Lúgico, conviértete en muñeco». Al instante, los dos hermanos quedaron convertidos en dos muñecos para siempre… o hasta que otro conjuro deshiciese el que acababa de hacerles la bruja Casilda a Andie y Daisy.
-¡Oh, Dios mío, qué horror! -exclamó Julia asustada y a su vez asustando a su hermano, quien se había metido por completo dentro del relato de su abuela, imaginándose todo el escenario y pidiéndole: -¡Sigue, abuelita ¿ qué pasó después?
La anciana siguió contándoles la historia: -Cuando la reina fue a la habitación de los niños creyendo que estaban dormidos hacía muchas horas como le había dicho, mintiéndole, su prima a su regreso a palacio, no los encontró allí, pues la malévola Casilda se los había regalado a un vendedor de juguetes que pasaba por las calles de los pueblos, de esta manera quería evitar que al verlos convertidos en muñecos, le echasen la culpa a ella de lo que había sucedido. Teresa, nuevamente haciendo gala de su buen corazón, le dijo que no se preocupase, porque había tenido un despiste al no asegurarse de que los niños realmente dormían, es algo que puede pasarle a cualquier persona, los niños eran traviesos y seguro que estaban escondidos por algún rincón de palacio, ya los encontrarían… Sin embargo, esa noche no los encontraron, ni esa, ni ninguna: jamás encontraron a los hijos de los reyes -repitió la abuelita con tristeza – Teresa no se atrevía a pensar que su prima los hubiera hecho desaparecer a propósito -siguió con su relato-  a pesar de que fue la última persona que los vió, y era responsable de ellos, pero el rey, convencido de que Casilda había sido la única culpable de este trágico suceso, ordenó que la echasen de palacio y fuera expulsada de la ciudad. La bruja ya no pudo hacerles ningún daño, pero qué importaba ya: nada podía ser más doloroso para los reyes que la desaparición de sus hijos, ellos eran sus dos tesoros, los únicos tesoros que en el reino había.
La anciana concluyó la historia y sus nietos se quedaron muy preocupados:
-¡Qué final tan triste, abuelita! -¿De verdad que es real?
-¡Claro que sí! Al menos, yo la creí.
-¿Y nunca más supieron de ellos? ¿Casilda no confesó? ¿No se arrepintió de cometer esa crueldad? -Roberto acribilló a su abuela a preguntas.
-No, nunca los encontraron y no, tampoco supieron nada de la suerte que corrió la bruja.
-¡Abuelita, -dijo de repente Julia -nosotros tenemos unos muñecos aquí que son rubios y tienen los ojos de color azul claro, podrían ser Andie y Daisy! -casi gritaba de tan contenta.
-Pero cielo, hay muchos muñecos que son así -la desilusionó su abuela.
Aún teniendo la negativa de la anciana, la niña se levantó y fue a buscar a los muñecos a los cuales se refería, diciéndole decidida: -¡te los enseñaré!
-Recuerdo estos muñecos, vuestro abuelo se los compró a vuestra madre -sonrió al recordar aquellos tiempos.
-¡Andie y Daisy podrían ser estos muñecos, abuelita! -insistió Julia.
-Julia, en aquella época, todos los muñecos los fabricaban con esas características, además, si os digo la verdad, ni siquiera sé si la historia que explicaban en mi pueblo era cierta, o producto de la imaginación de algún fantasioso. Cierto era que los reyes habían tenido dos hijos, pero el palacio estaba tan lejos del pueblo, que para nosotros eran unos desconocidos, no es como ahora que sabemos la vida de todo el mundo porque los vemos salir por la «tele». Las cosas que se rumoreaban podían ser eso, rumores o verdades, nunca lo podías comprobar.
-Bueno, eso también pasa hoy en día -puntualizó Roberto, haciendo reír a su abuela al darle la razón.
-En todo caso, ya nada se puede hacer por ellos -los desilusionó la mujer -y ahora, os dejo, me voy a dormir, que estoy un poco cansada -se despidió de ellos con un dulce beso de buenas noches.
Aquella noche, los niños no podían dormir, solo pensaban en la historia que les había contado su abuelita; ella les explicaba siempre muchas, pero la de hoy les había impactado especialmente, por todas las casualidades que había en ella y que la «abu» no había visto o les había quitado importancia.
-¿Estás despierta?- preguntó Roberto a su hermana.
-Sí, -le contestó ésta -no puedo dormir, no dejo de pensar en la historia que nos ha explicado la abuela.
-Yo tampoco, ¿por qué no vamos al desván a ver si averiguamos alguna cosa sobre los muñecos? -propuso Roberto.
-¿Y qué es lo que vamos a averiguar? -dudó Julia.
-No lo sé… ¿vamos? -la tentó.
-Vamos -exclamó la niña dando un salto para levantarse de su cama.
Los dos hermanos subieron con cuidado las escaleras que los llevarían hasta el viejo desván. Se quedaron paralizados cuando vieron que por debajo de la rendija de la puerta, se veía luz. Tal vez se la habían dejado encendida, aunque era extraño, porque era algo, que de tanto repetírselo sus padres «apagar las luces cuando salgáis de una habitación», siempre hacían de manera automática. Puede que sus padres o incluso su abuelita hubieran subido a dejar alguna cosa adentro, con lo cual, tendrían que abrir la puerta muy despacio para intentar averiguar quién estaba allí sin que los vieran y evitar, sobre todo, que no les cayera un buen discurso a modo de regaño por no estar durmiendo ya a esas horas de la noche. Sigilosamente y haciéndose gestos de complicidad, como habían visto hacer en las pelis a los soldados o a los «polis» cuando entran en «acción», abrieron la puerta muy despacito, rezando para que esta vez, fuera una de esas en las que las bisagras de la misma, no chirriasen y los delatase. Efectivamente, la luz estaba encendida, pero no había nadie en la habitación, con lo cual, comprobaron gratamente que la teoría de que sorprendentemente se habían olvidado de apagar la luz, ganaba fuerza. Se acercaron a los muñecos y cada uno cogió a uno de ellos. Julia a Daisy y Roberto a Andie. No lo hicieron a propósito, solo fue casualidad. De pronto, se quedaron boquiabiertos y del susto, a punto estuvieron de soltar a los muñecos, porque ambos coincidieron en que los habían visto abrir y cerrar los ojos como si tuviesen vida.
-Roberto, ¿tú has visto lo que yo? -preguntó espantada Julia a su hermano.
-Sí, ¡lo he visto, tienen vida, son Andie y Daisy, estoy segurísimo! -confirmó a su hermana.
De pronto, mientras hablaban, unos destellos dorados iluminaron un rincón del desván, y los niños, estupefactos, dirigieron allí su mirada: era como si el mismísimo sol con sus reflejos cegadores, estuviera en ese rincón de la habitación. Casi inmediatamente después de acostumbrarse a aquél intenso brillo, Roberto y Julia pudieron distinguir una pequeñísima figura de mujer, en medio de estos destellos.
-Hola, queridos niños -se dirigió a los pequeños con una voz dulce y melodiosa -soy Lucinda, el hada madrina que velaba por Daisy y Andie.
Roberto y Julia no daban crédito a lo que estaban viendo y oyendo, creyeron estar soñando, pero la aparición volvió a hablarles:
-Hacía muchos años que nadie se había preocupado por la suerte que hubieran corrido los príncipes de Amber, pero esta noche, vosotros lo habéis hecho, os he escuchado hablar con vuestra abuelita y por eso he venido. Sé que os gustaría poder ayudarles, y os diré que está en vuestras manos el poder hacerlo. ¿Queréis intentarlo, niños?
-¡Sí, claro! -dijeron los hermanos a la vez, sin pensárselo.
-Cerca del lago, hay una tienda de juguetes, tenéis que ir hasta allí, con los muñecos de los príncipes y encontrar una pequeña muñequita que representa ser un hada; lleva una varita en su mano que tiene el poder de devolver la vida a Daisy y a Andie. Uno de vosotros deberá entretener al dueño de la tienda, mientras otro acercará la varita del hada al cuerpo de los muñecos e inmediatamente, éstos volverán a vivir. Ahora debo irme, no se me permite estar mucho tiempo en este mundo, pero no me iré sin deciros que confío en vosotros porque sé que lo haréis muy bien.
Diciendo esto, el hada madrina desapareció y con ella la brillante luz dorada que la había acompañado mientras estaba hablando con los niños. Los dos hermanos se miraron perplejos, pues todavía no podían creer lo que habían visto.
Lo primero que hicieron al levantarse aquella mañana de sábado, fue subir al desván a coger a los muñecos y dirigirse a la tienda de juguetes, tal y como les había dicho el hada madrina. Una vez allí, Daisy fue la encargada de distraer al dueño de la tienda pidiéndole que le enseñase el funcionamiento de algunos juguetes, mientras Roberto, iba mirando por todas las estanterías para encontrar la figurita de un hada, pero cuál sería su sorpresa cuando no había una, si no unas cuantas muñequitas que iban vestidas de hadas madrinas.
«¿Qué haré ahora?, -se preguntó apesadumbrado -¿cómo sabré cual es el hada que tiene el poder de deshacer el hechizo?».
Se paseó una y otra vez por la estantería de las hadas, sin saber cuál escoger, cuando de pronto, fijándose bien, le pareció que una de ellas había movido su varita. ¡Sí, no eran suposiciones suyas: la varita de una de aquellas hadas, se estaba moviendo!. Roberto entendió perfectamente el mensaje. Sin perder un minuto, dejó a los muñecos en el suelo, y cogiendo al hada madrina, la única que lo era de verdad, la acercó a éstos para que pudiera tocarlos con su varita mágica. En un abrir y cerrar de ojos, los muñecos se transformaron en niños.
-¡Sí!-gritó Roberto demasiado alto. ¡Estáis vivos! -palmoteó emocionado al ver cómo los muñecos se habían convertido en un niño y una niña que tendrían más o menos la de edad de él y de Daisy.
El dueño de la tienda, alarmado al escuchar la exclamación del niño, se acercó corriendo hacia donde éste estaba, seguido de cerca por Julia, que a las espaldas del hombre, gesticulaba mirando a su hermano para hacerle entender que no había podido evitar que el hombre se acercase hasta allí.
-Pero, ¿ qué pasa, qué son esos gritos? ¿Y de dónde han salido estos niños, no erais solo dos? -preguntaba sorprendido sin entender nada, mientras se rascaba los cuatro pelos que todavía ocupaban su cabeza.
-Ellos han pasado después, yo los he visto -se le ocurrió decir a Julia -pero usted estaba distraído buscándome un trenecito, ¿no se acuerda?
-Ah, sí, puede ser eso, claro -contestó el hombre no demasiado seguro de lo que le decía la niña. -Bueno, entonces ¿vais a comprar algo, o no? -pareció regañarles.
Roberto se acordó entonces del hada madrina, y rápidamente la buscó con la mirada, para que el dueño de la tienda no se enfadase con él por haberla puesto en el suelo, pero no la vio. Se le ocurrió mirar al sitio que ocupaba en la estantería de la tienda, y allí estaba; el hada le guiñó un ojo en señal de complicidad, para hacerle saber que todo estaba «todo bajo control».
Los niños salieron corriendo de la tienda, disculpándose con el dueño de la tienda mientras corrían. Al salir, se toparon con un enorme carruaje de color dorado y azul, tirado por doce caballos blancos, como los que siempre habían visto en los libros de cuentos de hadas. Curiosos, miraron en su interior y de nuevo vieron al hada madrina de los príncipes, quien les dijo: -Estaba segura de que lo conseguiríais, lo habéis hecho muy bien. ¡Subid, todos! ahora Daisy, Roberto, me gustaría que me ayudaseis a cumplir una última misión…- les dijo en tono misterioso, mientras golpeaba con su varita en el techo de la carroza para que el cochero supiera que se tenía que poner en marcha. -Me gustaría -prosiguió – que acompañaseis a Daisy y a Andie en su viaje hasta su país y no os preocupéis por llegar tarde a casa, en seguida estaréis allí; la carroza puede volar, cuando giremos esa esquina y estemos lejos de la vista de la gente, el carruaje alzara el vuelo, tan alto, tan alto, que nadie nos podrá ver -les aseguró a los sorprendidos niños.
-¿Volvemos a casa? -preguntó Andie -pero, ¿ dónde estamos, quienes sois? ¡No recuerdo haber venido hasta aquí!
-Es una larga historia que algún día os explicaré, pero ahora, solo tenéis que saber que salisteis fuera de palacio con Calista y os perdisteis. Estos niños, Roberto y Julia os encontraron y os han ayudado a volver. Eso es lo que también explicareis a papá y a mamá ¿de acuerdo?
-De acuerdo -respondió Andie mirando de arriba a abajo las vestiduras tan raras que llevaban aquellos niños.
Tal y como había dicho el hada madrina, al girar la esquina, y aprovechando que no había nadie en esa calle, la carroza mágica alzó el vuelo. Roberto y Julia estaban maravillados, veían a las personas tan pequeñas como si fueran hormiguitas. Rozaban las nubes, casi podían tocar su esponjoso algodón.  Andie y Daisy, de repente exclamaron a la vez:
-¡Ahí está nuestra casa!
-¡Qué bonito es el palacio! -expresó Julia para dar algo de confianza a los hermanos.
La carroza aterrizó en el jardín real. Los cuatro niños bajaron corriendo y se dirigieron a la puerta del palacio. Un vigilante detuvo su paso, poniendo una espada en su camino, pero de repente, al reconocer a dos de esos niños a los que confundió con unos «pillos», apartó inmediatamente su arma, inclinó su cabeza, y flexionó su rodilla a modo de saludo.
-¿Quién arma este alboroto? -se oyó decir al rey, que se había acercado alarmado por los gritos de los niños, que se habían asustado cuando el vigilante los había amenazado.
-¡Papá, papá! -gritaron Daisy y Andie abalanzándose sobre su padre.
-¡Hijos, hijos míos! ¡Gracias a Dios que habéis aparecido, os hemos buscado por todas partes! ¿Dónde os habíais metido?. Esto merece un castigo, pero de eso, ya hablaremos -el rey estaba tan emocionado que no hacía más que preguntar cosas a sus hijos, sin saber si regañarles o abrazarlos, aunque optando por esta última acción, ya que estaba demasiado contento de haber recuperado a sus hijos como para enfadarse ahora con ellos.
Mientras el rey no dejaba de abrazar y besar a sus queridos hijos, Roberto, a quien no se le escapaba ningún detalle, se acercó al oído de su hermana y le susurró:
-Hay una cosa que no entiendo: ¿ cómo es posible que después de todos los años que la «abu» nos dijo que habían pasado, el rey sea aún joven? Puedo entender lo de Daisy y Andie, que se quedaron como en estado de letargo en el cuerpo de los muñecos, digo yo, pero el rey, ¿no debería tener la edad de la abuela, o más? -afirmaba con razón -Y hablando de eso, si la abuela también se ha vuelto joven… ¡nosotros podríamos desaparecer ahora mismo! -acabó su teoría asustando a su hermana.
A sus espaldas, la voz del hada lo sacó de su duda: -queridos niños, cuando vosotros liberasteis de su embrujo a los príncipes, yo también hice mi trabajo como su hada madrina: vine a palacio y les devolví la juventud a los reyes y a todos los que viven en él: guardia, personal real… todos vivían aquí con sus familias, así es que nadie es mayor aquí, ahora están en una especie de burbuja del tiempo, para ellos, es como si todos estos años no hubieran pasado, pero no tengáis miedo, nada ha cambiado en las vidas de los demás y no vais a desaparecer -sonrió por la ocurrencia -he preparado todo para que cuando las personas de palacio salgan de aquí para comprar o pasear, vean las cosas tal y como las conocían, de igual modo que lo harán las personas con las que interactúen. Nadie se dará cuenta de nada, solamente lo sabréis vosotros y los príncipes cuando yo se lo explique, y eso es algo que nunca debéis desvelar a nadie. Tenía que hacer esto para que los buenos reyes pudieran disfrutar de sus hijos como lo hubieran hecho si la bruja Casilda no los hubiera hechizado. Además, si los niños hubiesen visto a sus padres convertidos en dos ancianitos, les habría causado un fuerte y doloroso impacto, ni siquiera los habrían reconocido.
-Ahora lo entiendo todo -dijo Roberto tocándose su barbilla en modo pensativo, mirando a su hermana sonriendo. Julia respiró entonces tranquila.
-Bueno, ya es hora de que le demos la buena noticia a mamá, ¿no creéis? -de pronto escucharon decir al rey.
-Papá, estos niños nos han encontrado, me gustaría agradecérselo de algún modo -dijo Andie.
Roberto y Julia no quisieron aceptar ninguna recompensa y se disculparon ante ellos porque ya debían volver a casa. El rey se apartó un poco para que los cuatro niños pudieran despedirse tranquilos. Se abrazaron con cariño, como si se conociesen de toda la vida. Daisy, que apenas había dicho dos palabras en todo este tiempo, le dijo a Julia con lágrimas en los ojos:
-No sé lo que habrá pasado pero sé que nos habéis ayudado y os quiero dar las gracias por habernos hecho volver a ver a nuestros papás. Os recordaré siempre.
-Estamos muy contentos de que estéis de vuelta en casa -le contestó Julia de un modo tan cariñoso como el que la niña había empleado.
Cuando los príncipes y el rey se retiraron, el hada madrina hizo una señal a Roberto y a Julia para que subieran a la carroza, y moviendo su varita mágica, mantuvo de espaldas al guardia real para que no viera cómo la carroza mágica tirada por los doce caballos blancos, volvía a quedar suspendida en el aire, para emprender el viaje de regreso a la casa de Julia y Roberto, los niños salvadores, volando y rozando las nubes, tal y como había venido.

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