Era una mañana oscura, como la mayoría de las de invierno, pero, agravándola más aún un frío cortante, una niebla espesa y abundante y un viento que helaba la cara de cualquiera. En la solitaria travesía cerca del puerto, la luz de una cerilla iluminó una cara blanca como la cera, marcada por una cicatriz que le atravesaba la mejilla izquierda. Se trataba de una persona alta, de hombros anchos, cubiertos por un largo y grueso abrigo de lana que le llegaba poco más abajo de las rodillas. Después de encenderse el cigarrillo, se apresuró a ponerse el guante de piel, forrado de borreguito, que se había quitado para mover la mano mejor, y para no quemarse su «preciado» guante que tan útil le era para realizar su trabajo; un pantalón ancho de franela gris oscuro, le tapaba las botas altas para evitar que el agua calase sus pies, agua que la noche anterior había caído de manera torrencial. Como complemento al vestuario, el inquietante transeúnte, llevaba un sombrero de ala caída y una bufanda negra que cubría por completo su cuello. En el precioso instante en que se disponía a tirar el cigarrillo, una mano se posó en su hombro. Lentamente, el hombre se volvió…
