Aventuras y desventuras gatunas en una buhardilla

Gatinegri estaba realmente furioso: siempre tenía que ser él quien distrajera a Rose, la inquilina a la que le «permitían estar en su buhardilla» para que sus hermanastros, Manchitas y Rayitas, tan cursis como sus nombres, pudieran robar el tetrabrik de leche que Rose, inmediatamente reponía, diciéndose a sí misma pensativa: “¡juraría que todavía quedaba leche!. «Manchitas y Rayitas, siempre acababan convenciéndolo para participar en todas sus trastadas, con la excusa, (que nunca cumplían) de que le dejarían hacer su siesta, en el único rinconcito en donde el cálido solecillo entraba por la ventana; pero él, no lo hacía por ser un ingenuo que confiaba en ellos, si no por el código, que al menos en la calle existía, que obligaba al último que llegaba a una zona, a obedecer lo que los demás le mandasen. Gatinegri tenía muy en cuenta eso y habiendo sido el último que llegó a la buhardilla, suponía que debía, de algún modo, acatar sus órdenes, que por otro lado, no eran ni de lejos, tan duras como las que se imponían en los callejones de su barrio. Él que siempre había tenido que currarse todo y que ni siquiera toleraba la leche, tenía que «reír las gracias» de aquellos dos desagradecidos, total por haber sido los primeros en ser rescatados por la buena de Rose. Gatinegri, “Negri” para los amiguetes, siempre había alardeado de ser realmente un «tipo duro», sin embargo, se compadecía de Rose, y no entendía cómo podían burlarse de ella los melenudos de sus hermanastros, quienes por cierto, seguro que ahora tenían tan buena pinta y esos pelazos sedosos gracias a los cuidados de Rose, que siempre estaba pendiente de ellos. Se dijo para sí mismo que debía acabar con esta situación pero no sabía de qué manera: si no hacía lo que sus hermanastros le mandaban, se enfadarían con él y no quería «malos rollos» con ellos, sin embargo, por otro lado, Rose no se merecía que le estuviesen continuamente robando, más que nada, porque se había fijado en la carita de tristeza que ponía cuando contaba las moneditas de su pequeña hucha, y eso, solo podía significar que no tenía dinero suficiente como para malgastarlo en esos sinvergüenzas, a los que ella nunca les escatimaba una latita de atún del «bueno». El día en que Rose apareció en la buhardilla con un tricolor entre sus brazos que más bien parecía un “saco de huesos” y al que se le veía de lejos que acababa de rescatar poco menos que de una alcantarilla, Manchitas y Rayitas miraron a Gatinegri con una sonrisilla, y se acercaron a él para cuchichearle que ya no sería el “último mono” de aquella casa, sino que ahora, aquél novato lo sustituiría en sus tareas de obediencia; ya no tendría que hacer el trabajo sucio de distraer a la joven ingenua, para que ellos pudieran seguir pasándoselo en grande y creyendo que en realidad, ellos eran los dueños de todo lo que había en aquella mísera buhardilla, y no aquella tontina rescatadora. Sin embargo, Negri se apartó de ellos de un salto, y fue al encuentro de Rose, para saludarla a ella,( a aquella alma buena que tanto los quería) y al saco de huesos. Cuando Negri lo miró a los ojos y se vio reflejado en él, cuando tan solo era un cachorrillo inocente e indefenso en plena calle, tuvo muy claro que no dejaría que aquellos dos caraduras le tocasen un solo pelo y más claro aún, que se había acabado lo de aprovecharse de los nuevos y burlarse de Rose. Todos tenían el mismo derecho a estar allí, si ella lo había decidido. ¡Aquella buhardilla, afortunadamente, no era la calle! A partir de ese día cambiarían “las tornas”, y si sus hermanastros no dejaban de ser dos locos traviesos, conocerían al verdadero Gatinegri, el callejero más fiero.

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