¿Y si fuera verdad que existen las sirenas y comparten su mundo con peces y ballenas? Alberto, desde bien pequeñito se había hecho esta pregunta, y ahora que había heredado el cargo de farero, que su padre dejó vacante al morir, su vida giraba por completo, más todavía, en torno al mar. Pocos amigos tenía y de los que se rodeaba, compartían su pasión por el mar, pero por descontado, no su obsesión por él. No obstante, siempre que querían disfrutar de una agradable velada, se reunían en la casa del faro, donde Alberto les hablaba entusiasmado de este o aquél Ro-Ro, del crucero más caro del mundo, del velero más bonito…y todas sus explicaciones las ilustraba con los cientos y cientos de fotografías hechas por su padre y por él mismo. Pero Alberto, echaba de menos tener una pareja, alguien con quien pasear después de cenar tranquilamente por los alrededores de su faro; alguien que, como le gustaba pensar, fuera el motor para poner en marcha su vida; él, que siempre ayudaba a todos los barcos, guiándolos a llegar a buen puerto, no tenía para sí mismo un apoyo que lo acompañase en su camino y echar el ancla, amarrándose en su vida, tal vez, pedir que fuera una amante del mar como él, ya fuera pedir demasiado…
Begoña se echó aquél día a la mar con su pequeña embarcación, que era su casa desde hacía un año. Por fin había cumplido uno de sus sueños: ¡vivir en un barco! aunque nadie entendiera su pasión por el mar, su estrecha relación con él, y pocos compartieran su gusto por permanecer más en solitario, que con compañías de conveniencias. Últimamente, en su vida todo habían sido desgracias, discusiones, y malas noticias, por eso, aquella mañana decidió desamarrar su pequeña cascarita de nuez (como le gustaba llamarla, en modo cariñoso, que no despectivo, como pudiera parecerle a cualquiera que la oyera hablar de su barquito) y se adentró a la mar sin un rumbo fijo. Una tormenta eléctrica que nadie había anunciado, la sorprendió ya en alta mar: estaba muy lejos para volver y en medio de ninguna parte. Los relámpagos iluminaban el negro cielo en toda su extensión, como si fueran látigos desgarradores; los truenos rugían al tiempo, mientras el mar, contagiado por ellos, como si quisiera defenderse de sus ataques, se iba embraveciendo cada vez con más poderío. Begoña, pudo sentir la fuerza de aquellos relámpagos retumbando en su pecho. No quería sentir miedo, se suponía que tenía que estar preparada para cualquier contratiempo (nunca mejor dicho) de esas magnitudes, pero la verdad es que no lo estaba, y cada nuevo relámpago, reflejaba cómo su rostro se descomponía a pasos agigantados. El huracanado viento no tenía compasión de mover a su antojo los oxidados mástiles (aún sin restaurar) de las velas de la embarcación, tampoco la tenía de la todavía inexperta aspirante a capitán, quien no tenía manos suficientes para controlar dichas velas, que a merced de aquél endemoniado viento, parecían meras láminas de papel de fumar. De pronto, sin previo aviso ni posibilidad de maniobra para poderlo evitar, uno de los obenques del mástil se soltó y golpeó con un fuerte impacto la frente de la joven, que cayó de inmediato desplomada sin sentido en la cubierta de la embarcación, con lo cual, la batalla que estaba librando contra el viento, acabó perdida, desprovista de todo gobierno, camino a la deriva. Ahora sí que Luna, la pequeña embarcación que Begoña había adquirido de tercera o cuarta mano, parecía una minúscula cáscara de nuez, una marioneta en manos de las ráfagas de aquél déspota y despiadado viento…
“Menuda tormenta se ha desatado» -pensó Alberto en voz alta, incorporándose un poco hacia adelante en su confortable sillón, para poderse asomar a la ventana que tenía más próxima. De pronto, su mano derecha que sujetaba un cigarrillo, e iba camino hacia sus labios, para que éstos le dieran una nueva calada, se detuvo quedándose paralizada porque Alberto, vio algo a través de la ventana que le llamó la atención:
-Pero, ¿qué?- acertó a decir antes de levantarse de un salto, tirar el cigarrillo, pisotearlo en el suelo y coger su chubasquero y las llaves de su motora simultáneamente.
Bajó los escalones de tres en tres, lo más rápido que le permitían sus desgastadas rodillas, enfermas de artrosis ya. Por suerte, se había detenido a fumar su cigarrillo en el primer piso de su faro, y eso le permitiría llegar abajo cuanto antes. Saltó a la motora y la puso en marcha. El mar estaba muy picado, y era peligroso salir así pero seguramente, el inconsciente que había salido en una noche como esa, en aquél velerito «de papel», también sabría eso, antes de cometer semejante locura. Desde la distancia en la que se encontraba, le pareció que le faltaba un mástil, y pudo visualizar perfectamente que una de las velas estaba rajada de arriba a abajo, y cuyos jirones blandían al viento de manera casi fantasmagórica. Poco tardó en ponerse a la altura del barco siniestrado y menos aún, en darse cuenta de que en la cubierta del barco había el cuerpo de una joven. Estaba inmóvil y el agua ya empezaba a cubrir gran parte de la cubierta, y en consecuencia, su cuerpo también. Rápidamente, y con gran desparpajo, se acercó lo suficiente como para poder tirar una cuerda al barco que había quedado prácticamente destrozado en brazos de aquella extraña e imprevista tempestad, para en décimas de segundo, saltar hasta él, atar la cuerda a una cornamusa del barco, y coger el cuerpo inerte de la chica, para volver a saltar a su motora con ella en brazos e intentar llegar a la orilla lo antes posible llevándolo a remolque…
Begoña agradecía cada día a su marido que la salvase aquella noche en la que una tormenta inesperada casi acaba con su desgraciada vida. Solía bromear diciéndole que al menos hubiera muerto en su querido mar, formando parte de él para siempre. Sin embargo, Alberto le rebatía la broma diciéndole que en ningún momento había sido así porque ella había sido la que lo había rescatado a él, y realmente formaba parte del mar. Ella era una sirena, su sirena. La sirena del faro.
